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Nunca es tarde si julio es bueno


Odio la piscina. Así, sin paños calientes. Odio ese proceso por el cual estoy obligada a ir cada día del verano, sin excepción, a torrarme bajo un sol de justicia y a sufrir la terrible impresión que me produce sumergirme en el agua gélida estando mi cuerpo incandescente. Y más aún, odio hacerlo mientras tengo que soportar a cuantas personas quieren presionarme, salpicarme o convencerme de que el agua está buenísima y que cuando nadas se te pasa el frío.

Odio la piscina porque odio sufrir sin necesidad. Y cuando me meto en el agua sufro.

Sin embargo, cada año acabo sucumbiendo, porque la piscina sigue siendo el símbolo inequívoco de que el verano ha vuelto. Y cuando aprieta el calor, los días son largos y alcanzo la incandescencia, soy yo misma la que religiosamente me coloco el bikini, cargo la mochila y bajo con el resto a disfrutar.

Antes de que cualquiera que me conozca mínimamente crea que estoy trampeando este relato, aclaro que en la piscina, más que largos, lo que hago es buscar la sombra de un árbol y ponerme a leer, pero me gusta hacerlo en la toalla y con la algarabía de los niños incansables de fondo. Yo leo, los niños chapotean, otras paella y vermut, e incluso algunos se toman en serio lo de nadar… Yo leo con el ruido de fondo. El ruido inconfundible del descanso y la felicidad.

Esa algarabía de ese primer día de piscina marca, sin duda, el inicio de las vacaciones. Ese oasis que fuerza el descanso escolar y nos traslada a una especie de huida temporal de la realidad en que lo que lo urgente e importante pasa a un segundo plano y los pueblos vuelven a brillar.

Los bares y teleclubs que habían resistido el invierno se convierten en una fiesta diaria, amén de las pocas ganas de irse a casa que tienen siempre los veraneantes y los que no lo son. Los tenderos y vendedores ambulantes que han desafiado al frío y la lluvia tantos meses cambian, en no pocas ocasiones, su discurso resignado por el “no me queda nada”, “se lo llevó todo tal señora de tal pueblo”… De hecho, vuelven a rugir por las calles las ruedas del colchonero, el melonero y de algún valiente que sigue vendiendo calzado o alguna prenda inesperada. Como ruge el ir y venir de tractores y cosechadoras que no duermen hasta que entrada la madrugada avisan a los niños, escondidos en cualquier lugar, de que se acerca la hora de ir a dormir… Aunque la hora de ir a dormir nunca llega y las estrellas son siempre una excusa para trasnochar.

Ha llegado por fin julio, las bicicletas, las sillas a la puerta para tomar el fresco, los helados, las barbacoas, la piscina y el calor.

Y no hablo del calor del termómetro, sino del calor humano que vuelve a nuestros pueblos. El calor que nos envuelve y nos ayuda a soñar e imaginar, pero, sobre todo, a creer que aún nos queda mucha vida y que será cuestión de tiempo que ese sol que brilla en julio sea también, en el futuro, sol de invierno. Porque nunca es tarde si julio es bueno.

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Virginia Hernandez
isaeirene2015@gmail.com