La última fotografía


En los álbumes de fotos de mi infancia, se entromete, de cuando en cuando, una fotografía de una escena cotidiana irrelevante. Una imagen que fue tomada incluso sin mucho esmero, que no cuenta mucho más allá de sí misma. Una imagen que no fue concebida para dar testimonio de algo, ni para que quedase grabada en la memoria; ni siquiera nació con voluntad de ser recordada.

En muchas ocasiones, esa imagen se concibió como una concesión adulta y fue ejecutada como un juego infantil. Son fotografías cuyo fin fue su propia realización, no existió un afán narrativo.

fotografía de mi infancia

Yo misma hace unos cuantos años, en mi primer álbum de fotos.

Esa imagen se corresponde con la última fotografía del carrete de 24, o incluso de 36 si la película había sido adquirida para hacer histórico un momento esplendoroso. Esa fotografía era la del ansia por gastar, rebobinar y correr hacia la tienda para poder encontrarnos cuanto antes con la revelación: la sucesión de imágenes que darían testimonio para siempre de lo excepcional. Porque hubo un tiempo en que nuestras cámaras, al menos las de familias como la mía, se fijaban, exclusivamente, en lo extraordinario. A nadie se le habría ocurrido gastar un disparo en retratar una rodaja de salchichón, ni siquiera si el objetivo hubiera sido terminar el carrete.

Sin embargo, solo a través de esa fotografía final se perciben los rasgos más profundos de una cotidianidad pasada. De nuestro pasado más ordinario.

Cuando mis hijos o mis nietos recorran todas mis fotografías, como hago yo ahora con los álbumes de mi abuela, pensarán que, hasta bien entrada la veintena, mi existencia fue un dechado de momentos especiales. Así, mi vida saltó del bautizo a la comunión, pasando solo por cumpleaños, vacaciones y Navidades; más tarde se enriqueció con campamentos, el equipo de baloncesto y las noches de fiesta, hasta que esa vida se convirtió en una tremenda vulgaridad: a la excepcionalidad se le fueron intercalando cada vez más días anodinos, objetos insignificantes, pies en la playa, platos de comida, pretendidos paisajes o narraciones fotográficas minuto a minuto de algún acontecimiento que en el mismo momento de su desarrollo pudo parecer especial pero que acto seguido se encontraba ya en el baúl de la irrelevancia.

La foto fea del álbum ha pasado a ser lo más abundante de la actual producción. La emoción con la que antes nos comíamos una y otra vez el sobre de fotografías recién reveladas ha dado paso al tedio profundo que produce ver una infinita sucesión de imágenes de un mismo momento o, incluso, al almacenaje directo de esos momentos. Cuántas fotos hemos hecho, como aquella del final del carrete, por disfrutar de hacerla, pero, aparentemente, sin interés alguno para la posteridad.

Y así nos coleccionamos a nosotros mismos, como la foto fea en el álbum de los acontecimientos importantes.

 

 

artículo

Artículo publicado en el mes de septiembre en La Mar de Campos


Virginia Hernández
virginiahgz@gmail.com