28 Oct Delibes centenario
Si lanzásemos una encuesta, estoy segura de que El camino de Delibes sería, sino el libro favorito de la mayoría de mis paisanos, sí con el que más cariño atesoran su recuerdo. Probablemente, porque lo leyeron a la misma edad de Daniel el Mochuelo y las travesuras de la infancia siempre tienen un lugar especial en el corazón. No fue mi caso cuando lo leí por primera vez y tampoco este verano, cuando procedí a una segunda lectura.
Cada verano releo un libro y, como no podía ser de otra manera, este año elegí a Delibes, por motivo de su centenario. Entonces desempolvé el que, hasta entonces, era mi libro favorito: Los santos inocentes. Cuando le hinqué el diente con 17 años, en mi primer año de carrera, y no porque formara parte de la oferta educativa de Filología Hispánica en la Universidad de Valladolid (sí, una servidora se licenció en la ciudad natal del escritor sin que pudiera estudiarlo en ninguna asignatura), sino por el gusto de leer, la crueldad de la historia de nuestro país me marcó mucho más que las travesuras de los tres amigos, y su final fue el mejor ejemplo de la justicia poética que por aquellos años me tocó estudiar en otras obras de nuestra historia literaria. Digo justicia poética, pero el señorito ahorcado por el Azarías es, en realidad, pura poesía.
A la muerte del señorito le siguieron otras relecturas: algo se había despertado en mí. Siempre lo pienso, hay obras que deberían estar en constante revisión, porque las gafas que nos ponen nuestras vivencias personales hacen que a cada página sintamos y descubramos más cosas y ahora no me puedo conformar con lo que descubrí en un libro hace 15 años. Los Santos inocentes despertó en mí la necesidad de releer la obra de quien, no sé si como dicen fue un visionario o, sencillamente, y no es poco, tuvo la honradez de poner negro sobre blanco la realidad del campo castellano.
La tercera de esas relecturas fue El camino, del que apenas sí recordaba que tenía un trágico final, ¡pero cuál de todos los libros de Delibes no lo tiene! De hecho, no he querido pasar por el trago de releer La sombra del ciprés es alargada porque no soporto, después de habernos brindado una primera parte tan deliciosa, tanta crueldad en su final.
Estaba inmersa en las trastadas del Mochuelo, el Tiñoso y el Boñigo cuando experimenté una sensación que me provocó un profundo desasosiego: de repente me hice consciente de la inmensa brecha generacional que nos separa, no a mi abuela de 87 años y a mí, sino a mí, que tengo 31 y a mis primos, los que ahora tienen 12. De súbito fui consciente de cómo yo puedo contar los mismos juegos que mis padres, cómo nos hemos divertido en el pueblo, cómo hemos jugado con piedras, plantas y animales, cómo hemos ido a gastar cinco duros de propina (ya sería una perra en otros tiempos o rascar un chicle pegado en el suelo), o cómo no me habré bajado los pantalones al paso del tren porque en San Pelayo nunca lo ha habido, pero sí hicimos, a buen seguro, picias similares. Me di cuenta de que mis juegos bien podían ser los de los tres amigos, pero que a mis primos de 12 años su narración les resulta más cercana a la ciencia ficción que a la historia reciente de su propia familia. Más aún cuando lo constaté con algunas amigas profesoras.
Estaba leyendo un libro tierno como El Camino angustiada como si lo que tuviera entre mis manos fueran Las ratas. De hecho, cuando leí Las ratas por primera vez, la angustia me la producía la desgraciada necesidad de tener que pararme a cada página para buscar palabras en el diccionario y el hacerme consciente de todo el vocabulario que hemos perdido en tan poquitos años, el poco cuidado que hemos puesto como sociedad en conservar los saberes de nuestros abuelos, de lo ignorantes que nos hemos hecho y de lo que hemos despreciado nuestra propia tierra, nuestro propio pueblo. Justo lo que decía Víctor en El disputado voto del señor Cayo: “Yo veo una cosa aleteando en el cielo y sé que es un pájaro. Veo una cosa verde agarrada a la tierra y sé que es un árbol, pero no me preguntéis sus nombres: yo no sé una puñetera mierda de nada”.
El camino me demostraba que si bien la distancia entre lo que vivió mi abuela y lo que he vivido yo era abismal, en el presente estamos desmontando el puente que nos permitía dar el paso entre las dos orillas.
Y no quiero idealizar, que lamente la perdida de nuestra cultura no significa que no me alivie constatar que entre el mundo de Las ratas y el nuestro hay un abismo que también tiene su lado positivo, porque aunque para mí quisiera la sabiduría del Nini, no querría la vida del tío Ratero ni de ningún otro vecino de ese pueblo, de esa “Castilla donde discurren mis novelas no precisamente optimistas”, aunque desgraciadamente alcaldes Justito que quieren seguir volando cuevas no nos han de faltar.
Dijo el propio Delibes hace ya 40 años que “la Castilla mítica y milenaria pobladora de mundos […], apenas tiene ya energías para poblarse a sí misma. Un clima difícil y caprichoso, junto a una política mezquina y arbitraria que permite subir el precio de la azada pero no el de la patata, han podido más que los adelantos de la técnica”. Y él mismo reconocía “y falla, que todo hay que decirlo, la iniciativa de mis paisanos”.
Pero digámosle nosotros, que somos los hijos de ese Isidoro que llevaba el pueblo escrito en la cara, que vamos a garantizar, al menos, que el puente que comunica las dos orillas no cae definitivamente en las aguas del olvido, sino que se recompone, que vamos a dignificar y a trabajar por un futuro para esta Castilla suya de la que también hace 40 años hizo una declaración tan pertinente para el momento actual: “una región pasada y deprimida que para mayor escarnio fue identificada a lo largo de medio siglo con Madrid, el centralismo y la administración. Hiriente paradoja.”. Celebremos su centenario haciendo de Castilla el escenario floreciente que Delibes no pudo plasmar en sus novelas.
Y termino por donde empecé. Os contaba que Los santos inocentes había sido hasta el momento mi libro favorito, pero mis gafas son distintas a las de hace 15 años y quien apareció esta vez ante mí como una persona diferente, a pesar de que era viejo conocido, fue el señor Cayo. Y yo que siempre he sido Víctor, le miré a los ojos, también a su mujer, y quise volver al burro del que los listillos le apearon para montarme yo, porque ¿qué va a ocurrir el día en que en todo este podrido mundo nadie sepa para qué sirve la flor del saúco? Y que nada me baje de ese burro, porque, ¿a cuenta de qué iba a tener prisa yo?